Del Reloj al Romero

Sería lo lógico parece, que una obra cualquiera que sea, comenzara por el origen. Tarea complicada en la tauromaquia ya que el origen del toreo, la lucha vital del hombre y la fiera, es tan antigua como lo son los hombres o las fieras. Alimentarse,  la superación del ritual que separa el torpe mundo del infante y el incierto mundo del adulto, o simplemente la exaltación del ego, o mejor aún, la hazaña que haga arder el corazón helado de la dama han sido excusas más que suficientes para hacer al hombre digno rival del indomable tauro.



En todas las partes del globo, no solo en España, se ha desafiado la fuerza bruta del animal con la destreza del hombre. Del Siglo XVI datan escritos que atestiguan que los indios del Orinoco se enfrentaban a los fieros caimanes que poblaban el río, no con menor destreza que los capeadores de toros. De ello da cuenta José Gumilla cuando dice que se usaba prenderlos sin cebo ni carnaza alguna. Es una fiesta –decía- no de toros, sino de caimanes. El procedimiento a través del cual el hombre desafiaba a la fiera era sencillo, pero no por eso sin riesgo. El indio tomaba una estaca bien afilada, y salía a provocar al caimán. Al ver venir al animal que acometía con la boca abierta, el indio lo esquivaba confiando en que el caimán tiene el espinazo tieso y sus movimientos son lentos y torpes. Se atacaban mutuamente varias veces hasta que el indio avanzaba y procedía a meter intrépidamente el puño de la estaca dentro de la boca abierta, con lo que el animal al cerrarla se clavaba la punta de la estaca y así queda cogido. De esta prueba decía Gumilla «que se avergüencen los circos y los anfiteatros romanos porque yo les aseguro que nunca jamás vieron un espectáculo de tanto valor y destreza». 



No obstante algo ha distinguido a esta ancestral lucha, la de hombres y toros, y ha dado lugar a que perviva durante los siglos en detrimento de otras luchas que se han perdido en el correr de los tiempos. Esto ha sido el hecho de conceptuar la lucha como consecuencia, no como objeto. Me explico mejor. El público de toros nunca, jamás, se ha regocijado en la sangre derramada, ni ha asistido a la plaza ávido de sacrificios vanos. En ese caso el lastre moral y espiritual habría impedido la adaptación a las distintas generaciones que han atestiguado la concepción artística taurina. El objeto no era otro que el pulso. El reto, la hombría de la dominación a la bestia primero, para burlar con gracia al sagrado animal, después. Muy lejos de la realidad queda la imagen errada, o malintencionada, del que se imagina al torero como un ser sediento de sufrimiento, y un público bárbaro jaleando el dolor. El público de toros ha vibrado, y se ha emocionado siempre, en cualquier época, con la maestría, la pulcritud, la burla de la embestida de la fiera altiva y poderosa… 


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